Al pasado con Hernández y Fernández
Eran las cinco de la mañana
cuando las calles de Hanói me regalaban de despedida una tranquilidad y calma
casi impensables desde mi llegada. Con la mochila demasiado cargada me dirigí a
tomar el tren que me llevaría al norte del país, diez horas de trayecto a
orillas del gran río Rojo, el río más importante del norte y que junto con el
Mekong, en el sur, marcan la orografía vietnamita.
Lo que hace especial al norte de
Vietnam, no sólo son sus montañas majestuosas, cubiertas de densa vegetación y
múltiples estribaciones, (a veces me recordaban a un cartón de huevos verde…),
sino y sobre todo, la riqueza etnológica que albergan sus valles. Allí los H´mong,
los Dzao, los Tay… conviven junto con otras etnias, manteniendo vivos y
visibles, sus diferentes rasgos, dialectos, costumbres y vestimentas, un lujazo
para las miradas pacientes.
Dispuesto a sumergirme cuanto
pudiese en estas diferencias, y tras dos días en Sa Pa, un poco cansado ya del
incipiente desarrollo turístico que la región está experimentando en forma de
nuevas construcciones y menús a precio de turista, me lancé de lleno a la
experiencia de conocer cómo vive una familia h´mong durante unos días. Tras brujulear
un poco valorando las diferentes posibilidades, y teniendo presente el respeto
(por no llamarlo miedo) que da sumergirte solo en montañas en las que llueve en
diferente idioma, el viaje puso en mi camino a una encantadora mujer h´mong que
me ofreció, con un inglés ininteligible, (que nos sirvió de excusa para reír y
reír), alojamiento en su casa a cambio de unos cuantos dólares.
Chồng ! Bây giờ tôi trở về nhà, chuẩn bị thức ăn cho một người nữa!
"¡Marido! Ya llego a casa, ¡prepara comida para uno más!"
Cuatro horas de caminata por la
montaña, ella en chanclas y yo con botas, fueron la antesala de días sembrados
de muchos matices, de sencillez en una casa construida sobre la piedra de la
montaña y con pilares de bambú, de curiosidad infantil, de cenas familiares en
torno a una mesa baja y un taburete de quince centímetros de altura, de luz danzante
en el suelo mismo de la cocina, de niños de medio palmo jugando solos a
lanzarse desde cuatro veces su altura, también de trabajo (un día me armé de
valor y barro hasta las orejas, y me fui con ellos a plantar arroz), de
insistentes invitaciones a beber vino de arroz (solo tomé uno y aquello era
peor que los chupitos de absenta), de gallinas en la habitación, de serpientes
en el tejado y arañas del tamaño de tu mano que te miran mientras estás de
cuclillas en el baño y tú piensas… -“si te mueves, me recontracago”. En
definitiva un verdadero repaso personal a lecciones sobre la simplicidad y las
necesidades básicas del ser humano.
Jugando a imitar a las mayores
Entre árboles
Descanso para comer
Construyendo terrazas de barro
Origen
No sé, si ahora miro hacia atrás y
saboreo de nuevo el regustito que me han dejado esos días, a falta de muchas
otras lecturas, me quedo con la ternura familiar que teje su día a día, trabajo
y quehaceres que comparten un objetivo y sobre todo un constante tiempo en
común, y que hacen que el concepto de vida en familia, otorgue a esas palabras una
dimensión de significado diferente.
T´chu, (he transcrito su nombre
ya que no tengo ni idea de cómo se escribe en h´mong) y su familia me regalaron
mucho cariño en su casa, incluso hablamos de quedarme unas semanas para enseñar
inglés a sus hijos, yo, enseñando inglés… :P, pero era hora de volver sobre mis
pasos hacia la fronteriza Lao Cai, haciendo bueno aquello que leí una vez de
que no se trata tanto de viajar, como de partir. Mis ganas de andar no querían
pasar por alto la oportunidad que me brindaba el paisaje, así que tras una dura
negociación de boli y palma de la mano, decidí coger un autobús que me llevaría
al otro lado del valle del gran río Rojo, hacia la población de Bac Ha, dónde
al igual que en la aldea de T´chu residían también H´mong, pero estos eran
H´mong floreados, (en serio que se llaman así), y entre otras cosas se
distinguían de sus vecinos del otro lado del valle por sus ricos y coloridos
atuendos.
Negociaciones viajeras -- H´mong floreados
Allí, tras encontrar una
habitación barata en casa de una familia muy acogedora, propietaria de un
restaurante justo debajo, acabé tomando un café que me conduciría sin saberlo a
mis dos nuevos amigos, a los que bauticé la mañana en la que salimos hacia la
montaña, como Hernández y Fernández, pues con una elegante camisa azul,
vaqueros y paraguas en mano, tiñeron mis pasos desde el primer momento del
mismo surrealismo que impregna todos los rincones de este país. Dos largos días
de caminata por las aldeas de las montañas vietnamitas que, a juzgar por el
comienzo, también iban a dar para mucho.
Junto a ellos, en un inglés de la
zona, pude en nuestra primera parada en la caseta de un aldeano, saciar al fin
mi curiosidad sobre un tema que me traía loco, su característica forma de
brindar, en la que después de chocar los pequeños vasos llenos de vino-absenta,
se daban la mano unos con otros, pero no siempre entre las mismas personas, a
veces tan solo dos, otras todos a la vez... Y aunque oportunidades para
intentar entenderlo por mis propios medios no me faltaron, pues beben alcohol
incluso en el desayuno…, hasta que Hernández no me explicó que dependía de
quien llenase el vaso a quien, y de la cantidad de alcohol que se depositaba en
el vaso, no hacía otra cosa que intentar resolver el enigma, ahora sí, ahora
no, ahora dos… ahora todos… ¡un jaleo la verdad!
Sea como fuere salir de aquella
caseta tan solo habiéndome mojado los labios y habiendo podido disfrutar de una
reparadora siesta en medio del camino mientras mis nuevos amigos cumplían con
sus complejos rituales, me dio la oportunidad de alcanzar la cima en plenitud
de cuerpo y mente, una llave que abría otro precioso valle a mis sentidos.
Y tras unos cuantos tés en casas de diferentes aldeas… (no se ven muchos barbudos por esas tierras con los que saciar la curiosidad y a los que regalar hospitalidad), y tras casi veinte kilómetros de subidas y bajadas sudando hasta las pestañas, al caer la tarde llegamos a nuestro destino, y allí, en la pequeña aldea Tay, con la dosis de equilibrio que parece necesaria para conformar todo, dos imágenes volaron sobre mi cabeza complementando la belleza del camino. La primera, la desgarradora mirada de un perro atado a la puerta de la casa en la que comimos, y que, al acercarme a él, me miró con la mirada vacía, como sin alma, sabiendo la suerte de su destino, puff… un mirada perruna difícil de encajar con nuestros patrones culturales, la verdad. Y la segunda, la de una muchacha h´mong que con no más de trece o catorce años, y sin animales en casa, cargó en sus espaldas una cesta de bambú llena de troncos madera, mientras sus rodillas se tambaleaban por el esfuerzo. Hernández se ofreció a llevar la carga y ella con una sonrisa en la boca, llena de nervioso esfuerzo e inconmensurable determinación, echó a andar camino arriba con más peso del que, al llegar a su casa, yo pude levantar… Viajar ensancha, pero a veces también encoje el alma.
Y tras unos cuantos tés en casas de diferentes aldeas… (no se ven muchos barbudos por esas tierras con los que saciar la curiosidad y a los que regalar hospitalidad), y tras casi veinte kilómetros de subidas y bajadas sudando hasta las pestañas, al caer la tarde llegamos a nuestro destino, y allí, en la pequeña aldea Tay, con la dosis de equilibrio que parece necesaria para conformar todo, dos imágenes volaron sobre mi cabeza complementando la belleza del camino. La primera, la desgarradora mirada de un perro atado a la puerta de la casa en la que comimos, y que, al acercarme a él, me miró con la mirada vacía, como sin alma, sabiendo la suerte de su destino, puff… un mirada perruna difícil de encajar con nuestros patrones culturales, la verdad. Y la segunda, la de una muchacha h´mong que con no más de trece o catorce años, y sin animales en casa, cargó en sus espaldas una cesta de bambú llena de troncos madera, mientras sus rodillas se tambaleaban por el esfuerzo. Hernández se ofreció a llevar la carga y ella con una sonrisa en la boca, llena de nervioso esfuerzo e inconmensurable determinación, echó a andar camino arriba con más peso del que, al llegar a su casa, yo pude levantar… Viajar ensancha, pero a veces también encoje el alma.
Al día siguiente y tras otros
tantos kilómetros de pateada, las promesas de Hernández y Fernández se hicieron
realidad, y allí, en la orilla de un río entre montañas, una barca de metal (con
más años que la propia orilla), esperaba para llevarnos de vuelta a Bac Ha, al
día siguiente había mercado y esa era otra experiencia que no me quería perder.
Miguel
Al pasado con Hernández y Fernández
Reviewed by Miguel Tárrega Fernández Mellado
on
2:39:00
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